Revista Hola PR / De los Tipos folclóricos de Pepino / Hola PR / San Sebastián / El Librepensador / Indice / Hola /Ella fue un pozo de hermosura. A Pepino llegó huérfana, frágil, melindrosa. Quizás con la edad de diez o doce años. Y era una niña blanca, menuda, con sus cabellos negros. Un sorocho, o nuevo fruto, con promisorios primores y alegrías, según dijo Julián Caballero.
Mantillita, la Beata
[«Mantillita La Beata» (cuyo verdadero nombre fue Josefina Yparraguirre), ya fallecida, fue un personaje pintoresco en el Pueblo de San Sebastián del Pepino, en Puerto Rico. El cuento rememora las quemas de haciendas y residencias de españoles en el 1898, el miedo a las Partidas Sediciosas y los temores y recelos de la clase dominante, de ancestro español, desde los inicios del siglo hasta mitad de siglo. La historia de Doña Mantillita, quien se mantuvo virgen, viviendo como beata y hasta muy avanzada edad en el pueblo del Pepino, comienza con la descripción del ambiente de reconstrucción del Pueblo de Pepino, tras el fuego de 1906, que casi destruye en plenitud del Casco Urbano. Poco antes, en 1892-1893, Hipólito García Mantilla, su tío, fue Alcalde de. Este relato será incluído en el libro «Leyendas históricas y cuentos coloraos», inédito, que es una narrativa tomada de la tradición oralizada y la investigación documental de personas y hechos de San Sebastián del Pepino].
A Mantilla y a Ranero,
ese par de serafines,
le dirás que nuestros fines
son de a Guijarro coger
y arrimarle a Castañer
junto con Víctor Martínez…
Copla guerillera de 1898 / de las Partidas Sediciosas
Don Miguel Yparraguirre se la sacó de su manga para adornar su conuco y quizás, al dar posada franca a la chiquilla, él lamería la poza y la discreta fortuna de su estirpe.
En los primeros días, se alojó en Juncal, en la hacienda Las Mantilla; pero se dijo allá, al considerarse con rigor su recibimiento, que habría en acecho, a causa de los papavientos conocidos y villanos hartos de ajo, sus peligros. Que los rivales de España dirían que ella es prole y descendencia de serafines y cachacos. Que podrían agredirla. ¡Asesinarla! Que indagarían sus raíces. Que buscarían zaherirla y difamarla. Que sabrían las peninsularidades de sus progenitores.
No se había olvidado aquello que cruzara los campos del Pepino como nubarrón enfurecido del caos: los comevacas y mambises, cuño anárquico del 1898. Ni la ira de Dios en los cielos se olvidaba. Y Juncal empobrecido y cada barrio en hambre y en tristeza. ¡No se olvidó!
Josefina García Mantilla para adular a su marido Miguel Yparraguirre dijo: «Tu sobrina es fina como una porcelana y mejor es que venga con nosotros y no viva aquí, Juncal violento, porque a estos campos ya los atacó San Ciríaco y otro agosto viene con sus aires, se contempla tan cercano… Y el dolor y la muerte, si bien cayeron en el pozo, aún no se olvidan y amenazan y no son secretos rigurosos como la envidia que quemara nuestros valles y colinas. Aún arden con odio las haciendas. El combustible es rencor. Se acusa nuestro nombre… Seamos cautos, generosos, previsores. Que no venga la nube a plantar su sombra con cenizas. Que no venga la palabra de Avelino. Que no sepan que ha llegado una niña de Vizcaya, que no sepan…»
¿Y qué quiso decir? Tiempo tendría para averiguarlo la nueva Josefina pubertaria, bautizada de los Mantilla por las niñas García que eran josefas y, por razón de santorales cada año, niñas españolas de abolengo, seguirán llamándose josefas…
¿Quién es aquí el que reza?, preguntaba Hipólito García. Y era que la niña se montaba sobre ancas del potro negro, bien conocido, el de Miguel Yparraguirre, e hizo persignaciones porque nunca antes subió a un caballo…
La que subió sobre las ancas del potro estéril de Mantilla, a pesar de que cabalgaba yparraguirre, el Vasco, se llamó Josefina. E Hipólito le dijo: Querubín de Juncal, llévate ese ángel inmaduro, ese capullo, hasta el Pueblo y ténla por su bien en tu casa, donde la Guardia protege y está la Corte con su ley y la vergüenza. Al parecer, se vivió una tormenta en que hubo rayos tardíos de San Ciríaco. Y Miguel tenía celo por la sobrina, porque su hermano fue serafín y su nombre se dijo en décimas de escarnio.
Ella abrió sus ojillos, espantada, y dijo: Josefina, como usted, yo quiero que vayamos hasta el pueblo; le tengo mucho miedo al campo y sus caminos… Sonrió tímidamente. Y Josefina, esposa del Tío Veedor y creyente de la Gran Espada de Font, aunque Cheo estaba muerto, ya la amaba… y le dijo: Sí, niña, te vamos a llevar al Pueblo, aunque ya fue quemado y da tristeza…
Mas no tardaría la niña en pasar, con aflicción de huérfana, a las agridulces tiranías de hijastra. Como si se compensara su pestaña soñolienta, la vascona durmió sus noches de Juncal, una tras otra, y se confió en la promesa de conocer las calles del Viejo Pepinito y los predios que conoció su padre, serafín como Ranero y Guijarro, huéspedes de Mantilla, el hacendado juncaleño.
Josefina Yparraguirre subió a la Plaza Baldorioty y caminó por las calles que llamaron Hostos, Ruiz Belvis y M. J. Cabrero, y aunque cada día fue pesadilla para ella y fiesta de coquíes, ruidosamente atronadores en negrura, despertó por un vaso de leche de las cabras del aramio, y no vio cabras. Eran las 6:00 de la mañana y caminó rumbo a la Iglesia y estuvo más feliz ya en el pueblo que en el campo, aunque fue la cara de Miguel quien le hablara sobre unidad de producción, sin discontinuidades. Eso es y será la familia, lugar donde obedeces y te crías, tu filtro de socialización definitiva.
Simplemente, ella dijo que su padre, aquel ausente por años, agonizó en su casa, que le cerró los ojos y tuvo miedo. Organizaba emocionalmente los residuos del pasado; buscaba su aprendizaje sentimental y narrativo, porque perdió la matriz de aquella identidad que construía y, de pronto, quedó trunca por la muerte.
Recordó que su padre regresó enfermo, bebía mucho y lamentó hallarse en el dolor de la derrota en el espacio salvaje que llamaron Barranco del Lobo. Fue militar de carrera. ¡Que bueno hubiera sido que fuese sacerdote, o maestro!, dijo ella. El fue sitiado por huestes marroquíes. Había sido despreciado por rifeños. Huyó. Sí, llegó enfermo… Y, por toser, en larga noche, ella no dormía.
Ella era sana y hermosa; pero este pueblo de incendios y quebrantos la asustaba.
«Aquí no hay lobos, criatura», le dijeron. «No hay rifeños ni soldados terroristas de Ferrer La Guardia… Aquí se dormirá bien. Nadie tose, ni maldice».
El tío Miguel quiso llamarla su criatura, niña nerviosa y lastimera. La sacaría del campo. Y espantaría sus temores de guerra, fortaleciendo, con el peso de su ideología, lo que quería de ella: la familia es fórmula obligatoria para pulir la Espada Blanca: fe en un orden divino delegado al ensamblaje productivo de los tradicionalistas, como él. Y la mujer, García Mantilla, su madrastra, le dijo: Porcelana. Serás el adorno más dulce de mi pueblo, dechado de virtud e inocencia, protegida de las manos de la montonería; te criarás sin fantasmas de anarcos ni partidas…
En algún recoveco del alma, se había fraguado cierto miedo vago y difuso, porque viajar por mar es conocer el vómito y la muerte; pero pasar de Juncal al Pueblo de Narciso Rabell, también fue, para ella, su calvario. E imaginó a su padre, como le dijeron de niña: Enfermó en Barranco del Lobo, asediado por gendarmes, odiosos y salvajes. Y tosía mucho, por esconderse, sin abrigo, entre montes…
La vascona recordó su vida en Lluno, antes de llegar su padre. A rezos conjuró la muerte de su madre… Ella sí conocía al que vende jabones, con tan gratas fragancias, al que trajera a sus puertas, su lencería y sus vestidos. ¿En qué otra mujer confiará? ¿Quién adivinaría que estaría ya mocilla y que menstruaba? ¡Tuvo miedo! Aquí, ¿preguntarán por la niña de Vasconia y quiénes serán los que den la bienvenida con orgullo? Sin recelos, ya que los cuentos de Miguel cierran las puertas y la invitan al sótano y al autoritarismo… porque ninguno fue confiable todavía.
Antes de ese año de carretas, ella no vio tantas pobrezas como las que gritaron las calles chamuscadas de Pepino. Y es que todo, del viaje al embarque que la trajo, fue una pena, presagio de amargura y desamparo.
En el camino, rumbo al Casco Urbano, Josefina, la chiquilla, vio las carretas de las reconstrucciones con cargas madereras y entendió un poco más sobre el pueblo al que llegaba. En Pepino habían cundido varios fuegos y se culpaba a Castañer y, para más enredos y simiñocas, también a las partidas. Se esperaban huracanes y, por más joder de Niké, ¿ni qué? fortuna amarga…
A pocos meses de su llegada a Juncal, el año anterior, cuando se pregonaban huracanes como San Ciríaco, volvieron las llamas al pueblo. Lo redujeron a nada. «Este es el Pepino conflagrado; este es un Pepino que da miedo», decía Narciso a los vecinos que le daban sus lamentos en la calle, yéndose, al final, jíbaros tristes, a los bajos de la Loma y El Tendal con sus ayes, el primicial Pueblo Nuevo. A los papavientos, villanos ambiciosos, olorosos a ajo y ñame recién desepultado de las jaldas, los llamaban aún los tiznados de Poza, juncaleños comevacas, estigmatizando así a cada barrio, y señalándose sus nombres con escarnio.
«¿Quiénes son ellos?»
Y la muchacha señaló a las carretas que llevaban al pueblo los árboles cortados, tablas aserradas de las fincas de Narciso Rabell y el señorazo de Martínez, con la zeta en los labios y su bastón labrado en mano, como si cojeara de veras, siendo un gesto de su gusto aristocrático. «¿Quiénes son, don Miguel?
Ella insistía.
«Peonaje de los bobos, pues. Gente son que quieren a este villorio a expensas de sus centavos, pero son políticos en busca de los votos…»
Josefina Yparraguirre se estremeció porque su tío no se explicaba de todo a todo y sus palabras maldecían, queriendo o no queriendo.
Don Miguel picó los ijares del caballo y llamó la atención a la chiquilla que, sentada sobre las ancas, iba abrazándole a él por las costillas:
«¡Arre! Que voy de prisa».
En una carreta, tirada de mulas, iban el cochero, Doña Josefina, y el equipaje de la recién llegada. Como si hablara sola, o no importara que ella oyera, la mujer de Yparraguirre habló acerca de Don Manuel, casado con Isadora Corchado Ruiz. Esta fue la cepa de García, la que nos trajo. Desde entonces, ella dijo: Todo es blanco como nube que está llena de promesas; blanco como la leche de las cabras; blanco como la piel de todas las García…
Según se informó, más tarde, la muchacha llegó de Lluno, provincia de Vizcaya, y dejó relacionados en su tierra, sus inmediatos parientes españoles. Sería Portugalate y Guernica. Esto repetió el pueblo porque salió de la boca de mujer que fue electa entre muchas por ser pura, como si surgiera de lo no sensible de la Nada. Una mujer sin puentes, carente de ensamblaje con imágenes opuestas. Era una copia pasiva de Miguel y lo adulaba, suficientemente racista, como para no desear los hijos pródigos, como aquellos que nacieron de Manuel, casado con una Juarbe que azuzara en los campos la visión republicana. Se dijo a la pequeña: Busca a Dios y no tengas temores que él oye y salva, porque Dios es apertura y autotrascendencia.
Y la vascona quiso obedecer. En Lluno no la quisieron los suyos, rememoró Josefina. Ellos, porque su padre viudo y ahora muerto, fue enemigo conocido de la administración de Maura, y la embarcaron. Le dieron bola negra. Su padre habló con tono zumbón sobre la nieta de la reina Victoria de Inglaterra, reina-consorte del soberano de España. En fin, mujer de Alfonso XIII, hijo de María Cristina. ¿Cómo se atreve? Y la niña pensó: No diré más cosas.
Tenía miedo.
¿Y quiénes serían pues Miguel e Hipólito Yparraguirre, tíos ultramarinos en las sombras, para preguntar por qué él lo hizo? ¿Quién esta madre postiza que la compara con la pureza blanca? Es que, por cartas, se supo del pie del que cojearon los que viajaban, yéndose a Quisqueya o Filipinas, estos hombres que entraron al Edén por Aguada, dizque desterrados…
¡Fue su padre, un señor que gustó el vino y las mujeres! ¡Crió voz pública y fama! Vivaqueó con rifeños en el Barranco del Lobo y, hasta en el último de sus días, produjo loas por Francisco Ferrer, el condenado… Josefina no dijo nada. Su madrastra le dijo: ¡Pureza! y su padre fue un secreto impuro y fue mejor no mencionarlo. Defraudaría expectativas de hermosura. Y fue, pues, por la familia que le diera sustento, que ella comenzó a tapar el pozo y el misterio.
Miguel sabía y, bien que sabía cómo callarla, al hablar sobre las coplas subversivas y sobre ese pueblo que fue quemado una y otra vez y prefería sobrevivirse, porque hay bobos que gastan sus fortunas y lo reedifican, como gente hay que pregunta, ¿quién llegó y con qué fines? En la fábrica de personalidades son expertos. Muñoz Rivera es el dios bizco de los tontos. Y en unidad de producción están los menos, en lamento, en espera y en recelo…
Que su padre echara a burlas a una reina inglesa para España dolió a Don Miguel que llamó a su padre el mal hermano, lo mismo que hiciera su mujer sobre Manuel, del que dijo que Corchado lo engañaba… Que Battenberg fue motivo y palanca de choteos para su padre, el serafín y aventurero, ¡mala cosa!… ¡pero a él, don Miguel, confiaron los secretos y tesoros, lo llenaron de chismes como bota vinera en la plazas taurinas de Bilbao! Y aún así, la admitió. A la niña, la llamaría, su tesoro. Y Mantillita fue la razón de sus celos…
«Observa esa casa por un instante, niña», le dijo Don Miguel una vez que la desmontó del potro y la cargó en sus brazos, sin ponerla en sus pies sobre la calle.
«Ahí vivió Agustín María Quintero, pie de la Espada, puntal de España, auténtico soldado, ortodoxo nuestro, hijo de la Madre Patria que se fue, como Honorio y Laurnaga… Font no dejó solo a ninguno ni aún a los hijos de la España que en desamparo temieron, yéndose ellos sin desnudar los sables, como en Guacio. ¡Qué verguenza, hijita mía! Acaso todos los padres fueron como el tuyo, que apenas cuidaron de tí, pero tú eres España y ninguna culpa tienes… Cuando armadas de machetes, las turbas enardecidas, con sus negros y sus pardos llegaron a matarnos, Agustín el de la Espada estuvo ahí… y mira su casa, niña. La han quemado. Así, como la suya, han destruído otras casas e hicieron mofas de nuestros apellidos. Esperaron que él muriera para incendiar a escondidas esa casa en particular, la de Don Cheo. ¡Mirala, pequeña! No olvides esa casa ni un segundo, ni la casa de Mantilla que pisaste ni la Casa en Urréjola del pobre
Francisquito… Sobre el techo de la casa que te digo, de Cheo’ Font, yo y muchos otros vimos el Barranco del Lobo verdadero. ¡Los malagradecidos! Lobos de tu desamparo y tu traición, Josefina, y echamos tiros, es verdad… porque ardieron las haciendas de nuestros desvelos, tu heredad, Josefina. ¡Pero don Cheo no dejó que nos quemaran! El dijo: ¡Basta de sus burlas, bastardos! ¡Eramos la espada blanca de justicia! Y aún lo somos y vamos a serlo, vivamos en Marruecos o en Quisqueya, en Juncal o en Hato Arriba… Ahora, niña, vamos a casa. Tiempo tendrás para caminar estas calles. Este nuevo mundo de América, a veces tan perverso, nos exigió que como espadas, velemos. ¡No olvides que eres parte de este espíritu, la Espada Blanca!»
Para que fuese de la Confrafía de Font, la Espada Blanca, ninguno permitió que la niña se hiciera vecindona o diablo con faldas en la calle. La instruyeron sobre las coplas de venganza que en Juncal fueron cantadas a son bandidaje y quemazones. Ella las memorizó como si las hubiera oído como rosario o serenata de amor en sus ventanas.
Dijeron que su padre visitó el Pepino, siendo apenas un novato en la Escuela de Milicias y que, por odio y envidia hostilizante, mancillaron los nombres de Mantilla, Guijarro, Font Feliú, Martiarena, Yrigoyen, Zarratea, Jaunarena, Caballero Ayala… al buen Laurnaga-Sagardía… y éramos muchos en la pupila de ese sol quemante del odio y la violencia… Cantaron en medio De penumbras: ‘A Mantilla y a Ranero, le dirás que nuestros fines, son a Guijarro coger y arrimarle a Castañer…’
En fin que ahora, con el tiempo, la motejaron Mantillita, porque está sola y ellos no olvidan el antiguo fundo de Mantilla que, en Juncal heredaron los García y el vasco Yparraguirre. Nunca cuajaron los riesgos que dijeron los padrastros, pero la hartaron de miedo y sistematizada reclusión y una dulce e inquieta paranoia que estuvo más en su paso que en sus ojos tranquilos, profundos, soñadores.
Caminaba con el ajoro de su decoro riguroso y su santa beatería. Erguida la cabeza, finamente cubiertos con mantón el torso, los hombros y su pelo, ya semicanoso. Dijeron que le pasó la mocedad casadera, plenitud de pozo, hermosura deseada, y ella ni cuenta se dio. En verdad, porque fue pura como la idea de lo inefable que la difunta Josefina García metiera en su carne. Obediente y discreta, por igual, como quiso Don Miguel, también difunto.
Con ojos de comeré tus primores, una que otra higuera trepadora, con alardes de espinos, subió al pie de su ventana. Se asomó a su techo, en vano. Ella iba al Casino, pero no la bailó ninguno, aún solicitándola en piedad, yéndose a los rediles que el Padre Aponte tuvo tan prohibidos como custodio del imperio del espíritu y la carne. En celo de virtud, desenvainó la Espada.
En oscuro rincón de su piso, bordaba, tejía y, a las seis de la tarde, por rigor de la misa y el tañido ritual de las campanas, fue a misa. Vio la pobreza después de San Felipe que cundió como el diablo hostil con que los viejos del ‘98 humedecieron los últimos residuos de las quemas; oró por ellos, los bendijo y sacó valentías de las memorias olvidadas, remanentes, mientras decía: Fíate a la Virgen y no corras. En pública voz y fama, Mantillita, la vascona, envejeció, sola, olvidable… Y fue su irónica voluntad que, ninguno en el comercio del Pepino, ni unionista ni liberal, ni republicano del PER ni agitador de la Pava, le supiera el tamaño de sus corpiños ni el color de sus lencerías.
¡Era pura hasta en el alarde secreto de sus intimidades! Y, a Mayagüez, Cucán Oronoz y Julián Caballero, atravesando montes, ríos y noches, iban a comprar sus pantaletas, toallas sanitarias para sus menstruaciones y, así también, algún capricho, algún perfume…
Para ser lo que los García-Yparraguirre quisieron que ella fuera, la escalera que subía hasta la puerta de su casa, fue una Espada. Diría en su alma: no subas tú, machete de la vulva, no veas la blanda arcilla de mi vientre. La espada resplandece y ciega al hombre. Y oscuro es sólo el mantón con que cubro mis hombros; pero del ombligo irradiará la nube y el sol de estirpe… No suba diablo alguno con sus almas tiznadas y rebeldes. No suba el mambí ni el anarquista. Ni el ateo ni el masón. Ni el obrero anarco ni los lobos del barranco, porque volvería la orfandad y al miedo que son la muerte y la sangre…
21 de febrero de 2003
De libro inédito EL PUEBLO EN SOMBRAS
de Carlos López Dzur
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